jueves, 18 de enero de 2018

Cuando era niño (Primera parte)

Trato de recordar de mi niñez, cuál sería el motivo, o los motivos, que me llevaron a elegir la profesión de músico. Conscientemente, no encuentro ninguno que tuviera una marcada importancia. 

Mi papá, de San Felipe, en su juventud fue, según él contaba, serenatero. Tocaba guitarra y “guitarrita”, como le decían al cuatro en su época. 

Mi mamá, guaireña, arrugaba la cara cuando se tocaba ese tema en alguna conversación, porque al parecer la serenata siempre iba unida a la parranda y el trasnocho. Y a mi mamá, la recuerdo silbando y cantando para ella misma, valses criollos, mientras arreglaba las matas de un patio interior, y del jardín de la casa donde nací. Silbaba muy bien. Recuerdo una canción que debe haber sido su favorita “Los Cisnes, que comenzaba diciendo “Un cisne mas blanco que un copo de nieve”, canción que cantaba Andrés Cisneros, el cantante preferido de ella. 

La música siempre estuvo presente en mi niñez por la radio y con la llegada de un equipo inmenso para el momento que traía radio y “pick-up”, como se decía en aquellos tiempo. Ahí escuchamos por vez primera discos de “larga duración” o long plays. Si la música iba a ser mi camino mas tarde, ese aparato hizo que comenzara a acercarme aún mas a ella.
La casa, La Quinta Amelia, quedaba en el barrio Maripérez en Caracas, conocido también como “Carretera de Tierra” porque sus calles, mejor dicho “su calle" era de tierra. De allí el segundo nombre con el que se conocía el barrio. Vecinos, había, pero nuestra madre no nos dejaba hacer mucha amistad con ellos. Todo, al frente de la casa. Ella era una rama del Ávila; vigilante de sus hijos. En ese mismo lugar está ahora el terminal de RODOVÍAS, en la Ave. Libertador, cercano al Colegio de Ingenieros. 

Antes de cumplir mis primeros 15 años, la familia tuvo que mudarse del barrio para darle paso a la construcción de la Avenida Libertador. A lo lejos de la casa, teníamos la vista a El Ávila, el cerro que identifica a la ciudad de Caracas. Pero a esa edad, un niño no le prestaba mucha atención a esa grande y verde montaña. Quizás haber nacido tan cerca y haberla conocido desde siempre fue algo normal y natural tenerlo vigilante de nuestra vida. La admiración por el cerro se haría consciente muchos años después.

La escuela primaria la hicimos todos los hermanos, en la Experimental Venezuela, que aún queda en la Avenida México, frente al Hotel Hilton. En los años que estuve en la escuela, quedaba enfrente el edificio de la Seguridad Nacional. Algo que supe años después, precisamente el día en que ocurrió el derrocamiento de Pérez Jiménez. 

En los primeros años de estudios recibíamos clases de Danza Rítmica, con la profesora Steffy Sthal. A esa temprana edad oíamos y “bailábamos” cada pareja tomados de las manos, nuestra conocidas diversiones orientales. El Carite, El Róbalo, (que siempre pronunciamos mal acentuando la A: robÁlo. El Pájaro Guarandol, La Burriquita, el Chiriguare… danzas que inconscientemente, nos iban adentrando en la música de nuestro país. Años después, bastante después, supe por boca de su nieto, que la señora que tocaba el piano en aquel Salón de Música, era su abuela. Este nieto, y amigo de muchos años, era Carlos Moreán, quien lamentablemente, y a pesar de su Partida, ya es de sobra conocida su larga y fructífera carrera musical.

Si, en la Escuela Experimental Venezuela, recibíamos la educación de mejor calidad, que incluía: la música. Nos enseñaron los himnos de algunos de los países panamericanos. Y el día patrio de alguno de ellos cantábamos su himno en el Patio de Las Américas. Era un patio en el que habían palmeras, que simbolizaban cada país de ese grupo, y estaban identificados con su nombre. 
Fachada de la Escuela Experimental Venezuela, tomada de internet.

Los jueves no teníamos clases por las tardes. No teníamos pupitres. Era una mesa rectangular y seis sillas a los lados, en la cual los alumnos nos sentábamos. En la mañana de cada jueves, exactamente a las 11:00 am, la “señorita” nos decía que teníamos que colocarnos en “posición de descanso”. Ésta posición era, ladear la cabeza, colocarla sobre los brazos y descansarla sobre la mesa. En ese momento que no sé que duración tenía, nos hacían oir, por las cornetas del salón, música sinfónica ligera; El lago de los Cisnes, El Cascanueces… y muchas otras obras de otros famosísimos compositores sinfónicos. Al Señor Tchaikovsky lo “conocimos” mucho tiempo después de haber oído su música. 

Siempre estará en mi memoria la Señorita Alicia Coll, mi primera maestra en kínder. En ocasiones hasta siento el sabor de leche con “galletas de soda”, que nos daban a los alumnos de Kinder. Eso ocurría a diario a las 10 de la mañana. He corrido a preparar esa merienda cuando me llega aquel sabor tan propio de aquellos días, pero no. No lo logro. Falta el color del salón, su estructura en forma de casquillo, las sillas pequeñitas, sus mesas, su color verde claro, los compañeros vistiendo nuestras “batas blancas”, y la Señorita Alicia Coll. 

Otra Señorita que recuerdo es a la Señorita Fierro. A esta señorita tal vez no sea solamente yo quien la recuerde, pues era la que se encargaba de vacunarnos cuando se efectuaban jornadas de vacunación. Y ella hacía lo que estuviera a su alcance para que no nos doliera el momento de inyectarnos. Si mal no recuerdo el sitio de la escuela en la que ella se encontraba era el denominado Departamento de Higiene, cercanos al salón de Kinder. 

Nos llevaban a Los Caobos a respirar aire fresco y jugar un poco al aire libre. Quise jugar, y fungiendo, ser colector en uno de los aparatos que giran con uno sentado. Pues tenía las trenzas sueltas de uno de los zapatos y fuí a girar en el centro del aparato. La trenza se enredó en un tornillo enorme y mi pierna derecha abrazó el tubo... sentí cuando se partió el hueso de mi pierna derecha. No sentí ningún dolor. Me llevaron enseguida al PUESTO DE SOCORRO y cuando me acostaron para el examen y acercaron un aparatote para tomarme las placas creí que me iban a aplastar el hueso que ya se veía bastante hinchado. No pude aguantar y grité hasta que las ¨Señoritas¨que me acompañaron pues, me calmaron.
El nombre de esas dos “señoritas” siempre los he recordado con claridad, pero no sé porque no me pasa lo mismo con alguno de los compañeros, niña o niño, con quienes compartí aquellos primeros momentos de la escuela. 

Luego si, por ejemplo a Haydee Farías y Elenita Domínguez porque siempre bailaban (obras clásicas) en los Actos Culturales. A Vera Klein, cuando salió electa Reina de los Terceros Grados. En el mismo tercer grado a un compañero de nombre Raúl Villanueva. El mas pequeño del salón. Iba incluso con pantalones cortos, y era un “puñal”, un “cráneo”. Palabras con las que identificaron años después a aquellos alumnos que se destacaban por su inteligencia.

Tuve un sueño mientras estuve en la escuela que no se pudo cumplir. Ese sueño era pertenecer a la Banda Rítmica. Era una banda seca. Era mixta, integrada por hembras y varones, quienes vestidos con sus trajes, pantalones y falda de color gris y la chaqueta vino tinto, se veían tan especiales que había que admirarlos definitivamente. Tampoco hubo ningún compañero del salón que formara parte de la banda con el cual hubiese podido la menos conversar acerca de lo que se sentía perteneciendo a una agrupación musical en la escuela.
Recuerdo no tener preferencia alguna por ningún instrumento en particular (redoblante, bombo, platillo, celesta…), el instrumento que fuese. Pero mi mamá nos prohibía que perteneciéramos a cualquier actividad especial de la escuela. Quizás porque eso traería como consecuencia gastos que no se podían cubrir en aquellos tiempos.

Al comienzo expresé que no encontraba ningún motivo importante que marcara luego mi carrera como músico, pero además de lo que oía en mi casa, la enseñanza y aprendizaje inconsciente, hubo muchísimo y de la mejor calidad recibido en la Escuela Experimental Venezuela. En julio de 2002 fue declarada Bien de Interés Cultural de la nación por su valor histórico, socio-cultural y arquitectónico.